“La realidad (o la ficción) y el lenguaje no siempre van de la mano: tampoco tienen por qué hacerlo. Alguien nos lanza, tal vez, un par de piedras y aprendemos, entonces, que hay piedras, al igual que hay palabras, que al acercárnoslas al pecho o al pronunciarlas, nos paralizan el río de la sangre (vuelan las águilas y sus sombras se confunden con las nuestras) y caemos al suelo, desmayados, en shock, aparentemente inertes, quizá transformados para siempre; pero hay otras piedras, al igual que hay otras palabras, que nos ofrecen su riquísimo magma interior o su asombrosa sonoridad reveladora, como si nos trajeran de regreso el olvidado sabor del maná al disolverse el rocío del alba o fueran capaces de abrirnos, por sí mismas y de par en par, las pesadas y herrumbrosas puertas de la percepción. Quizá ambos tipos de piedras y palabras, las que nos hieren y las que nos hacen mejores, nos sean exactamente igual de necesarias; y vivir consista en saber limpiar de rastrojos, de marañas y asperezas, de guijarros envenenados y de obstáculos invencibles, el cauce profundo y cálido del río de la vida. O de la sangre”.