Frente serena, ojos radiantes de esperanza,
Sócrates, en silencio, invitó a sus amigos
con un gesto a sentarse, y ellos obedecieron,
y a la orilla del lecho permanecieron mudos.
Symmias se echaba el manto sobre los tristes ojos,
Critón interrogaba al cielo con los suyos,
la frente melancólica de Cebes se abatía;
Apolodoro, armado de sonrisa sarcástica,
desafiando a la muerte, de la suerte burlándose,
parecía envidiar la suerte del filósofo.
Y apoyando la espalda en la puerta broncínea,
el siervo de los Once, con los brazos cruzados,
agitándose entre la piedad y la duda,
murmuraba: “¿De qué le sirve la virtud?”
Mas Fedón, al amigo llorando más que al sabio,
bajo el suelto cabello velando su hermosura,
cerca del lecho fúnebre y a los pies del maestro,
como se acerca un hijo al regazo de un padre,
azorado al llorar, lloraba pese a todo,
y alzaba ojos velados hacia el amado amigo.